Cerca de la navidad me embarga el desapego, el despido, la conclusión. Será que así me ponen los actos de nacimiento, o simplemente se trata de otra consecuencia por el abandono de mi agenda de cabecera para ver a la familia, a los focos ávidos de ojos que me bombardean por donde quiera que vaya (y también por donde no paso, que seguro hay más foquitos), al bacalao y al vino, todos convidados a la cena.
Dicen que lo último se guarda para el final (como lo hice en mi enlistado anterior), en las labores anuales, quizá se acostumbre el descanso. Pero los nacimientos evidentemente tienen poco que ver (para los católicos, dicen que fue en junio), quedar bien es un artículo obligatorio y de lujo, y el año nuevo generalmente se limita a marcar un punto más en la escala de los ciclos interminables que nada concluyen y mucho alborotan (por irónica que suene la novedad): Diciembre sirve, desde mi muy particular opinión, para jugar al desapego, al despido y la conclusión, y el lujo. Y para lo divertido o no que pueda llegar a ser, yo me guardo al vino.
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